viernes, marzo 31, 2006

Historia mínima en Flores, detrás de un atentado

Debe haber sido en quinto grado, en el año 1956. José Luis me había molestado durante todo la mañana y lo había tolerado pacientemente. Compartíamos el aula desde primero inferior y creo evocar algo indefinible, tal vez como un sentimiento de incredulidad por las cargadas de ese día, cuyo contenido escapan por completo a mi memoria. Supongo que no las esperaba de quien por entonces era mi amigo más estrecho.
Al mediodía, a la salida de clases y ya en la puerta del Quintino Bocayuva en la calle César Díaz, Pepitito –como lo llamaban los padres- insistió en lo que serían de seguro bromas inocentes, pero a mí me habían hartado. Por la calle del colegio, rumbo a la avenida Nazca, Pepito se había adelantado una vereda y seguía jocoso. Lo corrí, y como me llevaba ventaja y no podía alcanzarlo le arrojé mi valija de útiles: lo derribé como a cinco metros de distancia. La explosión de violencia dejó en malas condiciones a mi amigo, que comenzó a recibir una paliza memorable. Me recuerdo sentado sobre su abdomen dándole para que tuviera y guardara, hasta que un inesperado sopapo me dejó de culo en suelo y rescató a Pepitito de la pelea.
El autor del golpe no era otro que el mismo padre de Pepitito, que salió del episodio sin sanción. Era un señor español, bajito y dueño de una tienda importante del barrio: La Perla, de Nazca y Magariños Cervantes -a tan sólo una cuadra del episodio- donde recuerdo que mi propia vieja se proveía para sus costuras. Había ido a buscar al hijo a la salida de la escuela.
Pepitito no conocía mi casa; no había ido nunca, porque no lo dejaban salir del departamento donde vivían, en un primer piso a mitad de cuadra en la avenida Juan B. Justo entre Bolivia y Artigas, del lado de los pares. Las pocas veces que nos encontramos fuera del colegio fue en ese departamento, bajo la supervisión del señor español bajito, de habitual mal talante. Yo tenía que trasladarme tres cuadras hasta la casa de Pepitito, periplo que por entonces no era extraño para un chico de nuestra edad.
Pepitito tenía un hermano menor molesto –siempre los hay- al que yo le atribuía cara de bobo y además de este detalle sí recuerdo que me extrañaba el apellido de José Luis...de Dios.

Ya olvidé los detalles. Sí recuerdo que algunos cuantos años después volví a encontrar a Pepitito. Debe haber sido en 1965. Fue cerca de su casa. Nos reconocimos inmediatamente, sin rencores. Nos separaba todo el secundario. Yo estaba en primer año de Medicina y fijé el encuentro en mi memoria porque sucedió algo extraño, según me pareció en ese momento. Pepitito se interesó en mis lecturas. Indagaba qué leía. Recuerdo de manera vívida que le mencioné que solamente los textos de estudio de la facultad. Pepitito me reconvino y me señaló que debía ampliar mi franja de intereses hacia las cuestiones sociales; también mencionó que estudiaba Sociología. Me excusé de mi pecado señalándole la densidad de cómo mínimo los tres tomos del Testut de Anatomía, como lo sabe cualquier estudiante de Medicina.

Por otro mucho tiempo no supe nada más de él, hasta los años del Proceso, que fue cuando leí en Clarín que un tal José Luis de Dios había muerto en un enfrentamiento con el ejército en la Ruta 3 y le atribuían haber colocado la bomba en el comedor de Coordinación Federal, un atentado terrorista de 1976 que dejó una veintena de muertos y unas cuantas decenas de heridos. La noticia me impresionó. No veía hacía mucho tiempo a José Luis, pero había sido mi amigo. No era nada más otro nombre en el diario. Además, sin proponérmelo, le había hecho caso con la cuestión de las lecturas, que tal vez me hubieran llevado por el mismo camino, de no ser por un momento de lucidez que me distanció de la posibilidad de la lucha armada, cuando en 1968 me ofrecieron participar de un entrenamiento militar de guerrilla.

Los 30 años del comienzo del Proceso volvieron a mi memoria estos episodios. No estaba seguro de hechos, momentos y fechas, así que una de estas mañanas decidí valerme de Internet para darles la verdadera perspectiva.
El tiempo había deformado mi memoria. No se trataba del atentado en Coordinación Federal; el que se le atribuía a Pepitito, como “personal civil infiltrado” había sido uno similar en el microcine de la subsecretaría de Planeamiento del Ministerio de Defensa el 15 de diciembre de 1976. Hubo ahí 14 muertos y 20 heridos. Esa fue la información oficial; otra, indicaba que había sido visto antes detenido en Campo de Mayo y la noticia del enfrentamiento una pantalla. Además, el enfrentamiento no estaba señalado en la Ruta 3, sino en Monte Grande.
La búsqueda me permitió encontrar otro compañero de aquél primario: Luis Castrogiovani, fallecido en el ataque al Comando Radioeléctrico de Merlo el 6 de junio de 1973. Por aquella época me lo había contado otro amigo, pero ya no lo tenía presente.

Una noche de 1989 o 90, en una reunión social, lo reconocí inmediatamente. No había lugar para el error. Con muchos más años y dimensión corporal, pero la misma cara inequívoca, estaba el hermano de Pepitito. Me dijeron que era médico, esposo de una sobrina del anfitrión. Mencioné secreta y brevemente el episodio de la muerte de su hermano y la relación que teníamos. Descreído, el dueño de casa aseguró que no podía ser, que el médico era hijo único.
Admito que hasta ahí siempre había alojado algunas dudas sobre la posibilidad de un homónimo de Pepitito, pero en ese momento, súbitamente, quedaron despejadas. Al fin y al cabo, mi juicio sobre el hermano de Pepitito, apenas a los diez años, no había sido desacertado. O acaso su trágico fin había sido demasiado difícil de sobrellevar para la familia.

Raúl Clauso
31 de marzo de 2006
Publicado en www.Bariloche2000.com el 3 de abril de 2006