miércoles, octubre 28, 2009

"Confesiones de un liberal"

Va a ser la primera vez. Nunca antes en este espacio incluí otros textos que no fueran de mi autoría. La excepción se justifica en que el tema que se trata aquí, difícilmente pueda ser tan magistralmente abordado. Es un ensayo de Mario Vargas Llosa titulado “Confesiones de un liberal” publicado hace pocos días en el diario La Nación, pero que en realidad es una conferencia dictada por el escritor en el AEI (American Enterprise Institute for Public Policy Research) en Washington el 4 de marzo de 2005, al recibir el Irving Kristol Award.
La inclusión tiene además el propósito de explicarme, en el sentido expuesto en el ensayo, ya que en algunas oportunidades debí enfrentar críticas de las que salí airoso, más por las deficiencias conceptuales de mis acusadores que por la brillantez de mis argumentos. De hecho en el archivo de este blog hay un post al respecto.
De paso, preservo en la web estas remarcables reflexiones de alguna eventual pérdida de mis archivos. El ensayo es un poco largo, pero es valioso. Aquí está.


"Confesiones de un liberal"

Estoy especialmente reconocido a quienes me han otorgado este premio porque, según sus considerandos, se me confiere no sólo por mi obra literaria, sino también por mis ideas y tomas de posición política. Eso es, créanme ustedes, toda una novedad. En el mundo en el que yo me muevo más, América latina y España, lo usual es que, cuando alguien elogia mis novelas o mis ensayos literarios, se apresure inmediatamente a añadir, “pese a que discrepe de”, “aunque no siempre coincida con”, o “esto no significa que acepte las cosas que él (yo) critica o defiende en el ámbito político”. Acostumbrado a esta partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz, reintegrado a la totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving Kristol que, en vez de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me identifica como un solo ser, el hombre que escribe y el que piensa y en el que, me gustaría creer, ambas cosas son una sola e irrompible realidad.
Pero, ahora, para ser honesto con ustedes y responder de algún modo a la generosidad de la American Enterprise Institute, siento la obligación de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que soy –sería más prudente decir “creo que soy”– un liberal. La primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien, liberal quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. Por ejemplo, mi añorada abuelita Carmen decía que un señor era un liberal cuando se trataba de un caballero de costumbres disolutas que, además de no ir a misa, hablaba mal de los curas. Para ella, la encarnación prototípica del “liberal” era un legendario antepasado mío que, un buen día, en mi ciudad natal, Arequipa, dijo a su mujer que iba a comprar un periódico a la Plaza de Armas y no regresó más a su casa. La familia sólo volvió a saber de él treinta años más tarde, cuando el caballero prófugo murió en París. “¿Y a qué se fugó a París ese tío liberal, abuelita?” “A qué iba a ser, hijito. ¡A corromperse!” No sería extraño que aquella historia fuera el origen remoto de mi liberalismo y mi pasión por la cultura francesa. Aquí, en Estados Unidos, y, en general en el mundo anglosajón, la palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica a veces con socialista y radical. En América latina y en España, donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación napeolónicas, en cambio, a mí me dicen liberal –o, lo que es más grave, neoliberal– para exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado el significado originario del vocablo –amante de la libertad, persona que se alza contra la opresión– reemplazándolo por la de conservador y reaccionario, es decir, algo que, en boca de un progresista, quiere decir cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.
Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Todos quienes han tenido ocasión de asistir a una conferencia o congreso de liberales saben que estas reuniones suelen ser muy divertidas, porque en ellas las discrepancias prevalecen sobre las coincidencias y porque, como ocurría con los trotskistas cuando todavía existían, cada liberal es, en sí mismo, potencialmente, una herejía y una secta.

Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto a la religión, por ejemplo, o a los matrimonios gays, o al aborto, y, así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar a la Iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.
Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas, los primeros propagadores de esa absurda tesis según la cual la economía es el motor de la historia de las naciones y el fundamento de la civilización. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía, y ésta, por sí sola, sin el sustento de aquella, puede producir sobre el papel óptimos resultados, pero no da sentido a la vida de las gentes, ni les ofrece razones para resistir la adversidad y sentirse solidarios y compasivos, ni las hace vivir en un entorno impregnado de humanidad.
Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas –entre las que, desde luego, puede incluirse la religión–, la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que –la frase es de Isaiah Berlin– “los lobos se coman a todos los corderos”. El mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien complementado con otras instituciones y usos de la cultura democrática, dispara el progreso material de una nación a los vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es, también, un mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes. Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica hasta la democracia representativa.
Los fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos democráticos en América latina.
Porque las democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia. Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas “desarrollistas” fracasaron, porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente ni reformas que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia permite.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás, y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible, y contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza.
No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social. La defensa del individuo es consecuencia natural de considerar a la libertad el valor individual y social por excelencia. Pues la libertad se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus expectativas sin interferencias injustas, es decir, por aquella “libertad negativa”, como la llamó Isaiah Berlin en un célebre ensayo.

El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso material e intelectual permitía al hombre dominar la naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a lo largo de la historia, en esas doctrinas e ideologías que pretenden convertir la pertenencia de un individuo a una determinada colectividad en el valor supremo; la raza, por ejemplo, la clase social, la religión o la nación. Todas esas doctrinas colectivistas, el nazismo, el fascismo, los integrismos religiosos, el comunismo, son por eso los enemigos naturales de la libertad, y los más enconados adversarios de los liberales. En cada época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y fundamentalismo religioso.

martes, octubre 20, 2009

¡ Qué nivel los K !

Los miembros más destacados de esta familia (…), obtuvieron buena parte de sus poderes simulando una astuta apariencia de gobierno popular; cuando deseaban adoptar medidas de dudosa aceptación, pasaban por la vana formalidad de solicitar el consenso del Parlamento; si se veían apremiados por la falta de fondos, procedían de modo que las apropiaciones parecieran dádivas de los representantes del pueblo. Durante sus respectivos gobiernos, la rama legislativa no pasó de la categoría de mito. Convocaron al Parlamento a intervalos irregulares y limitaron sus sesiones a brevísimos períodos, obstaculizaron las elecciones, llenaron las dos cámaras con favoritos incondicionales y adularon o ultrajaron a sus miembros según lo dictara la propia conveniencia. (*).

Cuando dentro de muchos años se escriba la historia de los K., bien podría ser este un resumen apretado de lo que fueron estos años. La curiosidad en este párrafo, sin embargo, es que la historia no aplica estos conceptos a los pingüinos, sino nada menos que a la dinastía de los reyes Tudor en Inglaterra, en los albores del Renacimiento. Con más precisión: Enrique VIII (1509-1547) e Isabel (1558-1603). Con estos dos reyes surgió lo que en la historia se conoce como el absolutismo.


(*) El despotismo en Inglaterra -Pág.499- ; Civilizaciones de Occidente – Edward McNall Burns.

Lio está triste


Es fresco, acaso se enteraron: el Barcelona le está por dar unos días de vacaciones a Messi porque lo ve con bajo rendimiento después de haber intentado con la Selección. Algunas explicaciones sesudas sugieren que esta cuestión se debe a que está afectado por una suerte de estrellato demasiado repentino…la carne es débil y la cabeza no da. Otras explicaciones son más pedestres. Un lector que comentó la información sobre esas vacaciones sanadoras dijo algo así como que “Maradona convierte en mierda todo lo que toca”. Yo digo, una suerte de rey Midas, pero al revés.
Por lo que leo, me parece que esa opinión es más coincidente con la de los españoles. Y hay que reconocer algo: en la península a Messi lo consideran propio y tengo para mí que a los hinchas de allá le debe romper soberanamente las b… que juegue para nosotros. Jugar es una manera de decir.
No sé a quien le puede importar, pero me da que Messi también se debe sentir español. Por eso no festejó el gol contra Uruguay. Porque si la Argentina no clasificaba el zafaba elegantemente de la obligación de escuchar el himno uuuna y otra vez. El gol lo deprimió. Y ahora resulta que estamos en Sudáfrica 2010.
Esta vez no pasó como cuando volvió hecho unas campanillas después de las derrotas frente a Brasil y Paraguay. Jugó algunos partidos en Europa y la rompió.
Como se ha visto, en Barcelona no reparan en esfuerzos para tenerlo contento. Están convencidos de que Maradona lo malogra. Y no sería raro que si sigue triste lo convenzan de que se nacionalice y lo incorporen al combinado propio. Sería una movida muy dura pero no imposible. Además los españoles son candidatos y nunca ganaron un mundial. ¿No lo harían? Cosas peores pasan en el mundo.

19.10.2009

sábado, octubre 10, 2009

Merecen un escarmiento

Nunca estuve de acuerdo con convertir al fútbol en una cuestión de orgullo nacional. Pero hoy, en caliente, voy a hacer una excepción, después de ver las publicaciones peruanas sobre el partido que Argentina jugará con Perú, que poco menos que entienden como una gesta patriótica la eliminación de la selección nacional.
Y repasando la pobre performance del combinado que ahora conduce Maradona en la clasificación para el Mundial de Sudáfrica, he visto cómo aflora la alegría de los ciudadanos de los países latinoamericanos ante la lamentable adversidad de los argentinos. Que no solamente se expresa dramáticamente en los lugares de origen, sino en sus numerosas comunidades instaladas aquí.
Esto trasciende al fútbol. Expresa un desprecio visceral del que somos objeto, quizás de manera justificada por aquello de la señalada soberbia que los connacionales han ido expandiendo en sus incursiones latinoamericanas.
Sin embargo, y a pesar de la anécdota, la Argentina ha ido cobijando y lo hace aún, a multitudes de desplazados de esas sociedades que –sin restricciones- en la mayoría de los casos han venido a engrosar las legiones de desposeídos vernáculos.
Uno podría aspirar al menos a un poco de gratitud. Me consta, lo sé, que aquí en el Sur, no pocos chilenos no nacionalizados (como la mayoría de los miles que vive aquí) perciben ayudas estatales. Y quienes hayan transitado las universidades nacionales habrán podido ver cómo ciudadanos de todos esos países estudian gratis sin limitaciones para, luego de graduados, marchar formados intelectualmente a ejercer en sus lugares de origen. Los extranjeros cercanos han engrosado los niveles de pobreza en la Argentina y las situaciones de carencia en esas naciones latinoamericanas serían tal vez mucho más críticas de no existir esa generosidad argentina sin fronteras.
No se me escapa que acaso haya profundas raíces que explican –además de la soberbia anecdótica de unos pocos- el maltrato que nos dispensan. La historiografía local ha colocado a la Argentina mirando hacia Europa probablemente por más de un siglo, pero eso ya no es así desde hace mucho tiempo. En rigor, la Argentina ha venido proclamando con hechos la así llamada unidad latinoamericana, que los otros no honran.
No puedo olvidar una muestra muy contundente. El “loco” Bielsa está a punto de conducir a la selección chilena a competir en el Mundial de fútbol. Y por esa razón y los numerosos años de ausencia de la competencia grande del fútbol, los trasandinos lo han elevado prácticamente a la categoría de santidad. Y en una de esas expresiones he escuchado: “a pesar de que es argentino”.
Nadie ha leído las palabras de esta nota hasta ahora, pero me parece escuchar ya los elementales clamores por discriminación. Sin embargo me justifican las desagradables voces que provienen de más allá de las fronteras. No soy fan del Diego, pero merecen un escarmiento.

10-10-09 Día del partido Argentina-Perú por la clasificación a Sudáfrica.

Discromatopsia

Para conocimiento de todos, resulta que a los tantos años vengo a descubrir que padezco de DISCROMATOPSIA, según me diagnosticó una oftalmóloga a la que concurrí para un examen por la renovación de la licencia de conducir. Esto viene a ser una variedad de daltonismo, para ponerlo sencillo. Según el test al que fui sometido durante 30 segundos (de un tal Ishihara), al parecer no distingo bien la dupla verde-rojo (Google por medio), lo que vendría a explicar los innumerables conflictos que he atravesado en las bocacalles con semáforos. Y las expresiones de sorpresa de las maestras cuando pintaba árboles, que deben haber lucido sangrientos.
La conclusión de la profesional me ha sumido en una tremenda confusión. Porque resulta entonces que todo el verde que veo a mi alrededor es rojo. La naturaleza es roja y los labios de mi mujer son verdes. ¿son entonces coloraditos los campos de fútbol? Y ¿la camiseta de Banfield es en realidad la de River, y al revés? ¿Habré estado hinchando para Banfield creyendo que era River? ¿Y cómo se explica que a River le digan la banda roja si en realidad es verde, aunque yo la vea roja y coincida mi apreciación con el saber popular?
¿Cómo haré en el futuro con las manzanas? No serán lo mismo tampoco los atados Marlboro. Mirá vos, así que son verdes. Peor todavía ¿qué es verde y qué es rojo? Es una pregunta filosófica que me asalta.
Escucho que a la gente de abolengo le dicen que tiene sangre azul. ¿El que lo definió padecía de alguna variedad de discromatopsia?. Y que me digan…es la sangre verde y también todo lo que está bajo la piel ? ¿No era que los extraterrestres son verdes?
Todo mi conocimiento del mundo se derrumba con el diagnóstico de la oftalmóloga. Ya no podré comer tomates, porque aprendí que cuando están rojos están maduros y verdes cuando no. Pero según la médica que estudió tantos años y el oriental Ishihara, yo lo veo al revés. Es decir que desafiando el conocimiento común los tomates serán maduros cuando yo los veo verdes (aunque sean intragables) y verdes cuando yo los veo rojos, jugosos y tentadores. Mnnnnn!!
Me queda una salida. Y también una recomendación: DUDAR DE LOS TESTS.
Y de paso, DUDAR TAMBIEN DE LOS MEDICOS.

10-10-09