“Yo me tiro en la arena a tomar sol y no me fijo en nada”. Con esta frase Susana cerró, hace más de diez años, un diálogo acerca de mi parecer sobre Cuba. Yo venía de pasar quince días en la isla con mi mujer y en verdad nos había resultado un alivio abandonarla, disgustados después de haber malgastado varios miles de dólares en el paraíso de Fidel.
La expresión de Susana -entonces una compañera de trabajo-, volvió en estos días, a pesar de los años que transcurrieron, cuando me propuse reflejar algunos “tips” de nuestra experiencia personal en la isla.
En realidad nunca me abandonó porque me había impactado el comentario, tan lejano a mi propia visión y no alcancé a entender como alguien podía pasar por alto la cruda realidad de un lugar, más allá de sus encantos naturales. Era una de esas conclusiones que ni admiten ni merecen ser discutidas.
Con el tiempo “las maravillas” del sistema cubano que impone Castro retornaron a los medios, alentados por la recidiva de propaganda izquierdista de los ´70, que afecta a América latina.
Debo admitir que nuestro viaje a Cuba tuvo también propósitos turísticos, pero cosquilleaba la inquietud por apreciar más de cerca los “logros” de la revolución en varios campos que siempre se publicitaban, como la educación y la atención médica.
En el primer caso la única oportunidad disponible fue observar los avances a través de los resultados. Si la educación puede medirse a través del despliegue de inteligencia para resolver situaciones cotidianas, la conclusión fue necesariamente lamentable.
En Cuba nos encontramos con infinidad de dificultades provenientes de la incapacidad de la gente que atendía al turismo para organizar sus ideas; aunque fuera mínimamente.
Había miles de visitantes y seguramente todos tenían sus propias anécdotas: reservaciones irrespetadas, viajes incumplidos, una burocracia que siempre depositaba la responsabilidad en alguien inexistente, una completa inoperancia para resolver situaciones inesperadas... para mencionar algunos de los hechos más habituales. De hecho pudimos retornar a tiempo desde Varadero a La Habana para tomar nuestro avión de regreso a Buenos Aires, porque mi mujer harta ya de las dilaciones, tomó en sus manos la organización del viaje -cuando todo parecía perdido-, ante el beneplácito de una empleada que respiró aliviada.
Unos días antes, habíamos logrado ubicar una “librería” en la zona hotelera de La Habana. Teníamos la peregrina intención de comprar algunos libros. La sorpresa que nos deparó la visita fue mayúscula. Estanterías y mesas, despojadas, donde reposaban tan sólo algunos ejemplares ajados. Ahí sólo había algunos volúmenes de baja calidad sobre la revolución y para peor se trataba no de impresiones industriales, sino de encuadernados de hojas escritas a máquina. Me imagino hoy a una cantidad de escribas cubanos sentados frente a viejas Remington tipiando y reproduciendo esas páginas, tan artesanalmente como se producen los famosos habanos del lugar.
Por esos días nos acercamos también a la medicina. No porque necesitáramos atención, sino porque un circunstancial compañero de viaje argentino era médico y fervoroso adherente a la revolución. Visitamos un hospital donde gente de baja condición esperaba pacientemente ser atendida. El hospital en cuestión me pareció similar a los que conocía de Buenos Aires –el llamado estilo francés con pabellones-, aunque algo más precario.
Hicimos conocer nuestra intención de conversar con algún profesional médico, pero “nadie” quería hablarnos. Finalmente logramos localizar a un médico joven que estuvo dispuesto a conversar. La charla se desarrolló mientras caminábamos por el exterior, fuera de los pabellones. Al principio sólo refería maravillas del sistema médico, pero a medida que iba tomando confianza emergió la verdad. La reserva fue una exigencia del médico cubano. En una suerte de parodia institucional, los enfermos eran atendidos y se retiraban con sus recetas para adquirir los medicamentos, que acaso con mucha suerte podrían hallar en alguna farmacia.
Fue el segundo desencanto del médico argentino compañero de viaje. Un rato antes mientras nos dirigíamos al hospital había discutido inútilmente con dos policías tratando de salvaguardar los “derechos humanos” de dos adolescentes mulatos que nos oficiaban de guías y que terminaron conducidos hacia un destino incierto, no por cometer algún delito, sino por esa tarea que les arrimaba algún valioso dólar y de paso agobia al visitante.
Con el ojo un poco atento transcurrían los días en La Habana e iban emergiendo muestras de la realidad revolucionaria, como las delicias de la economía planificada: imposible conseguir azúcar, porque no abundaba en los hoteles...EN CUBA!!. Una cola que rodeaba prácticamente una plaza céntrica para poder tomar un helado. Los bellos chicos cubanos desesperados por golosinas que les estaba prohibido comprar en los kioscos. El habanero cincuentón que engullía con fruición sorprendente trozos de cerdo en un restaurante al que sólo podía acceder acompañado por turistas. Y la hermosa mulata apenas salida de la adolescencia, a la que un viejo europeo pederasta le pagaba aceite, fideos, salsas enlatadas y otras vituallas en el supermercado del hotel reservado para turistas, a cambio de favores predecibles.
Pensé entonces que Castro había hecho la revolución para terminar también con la perdición de los años 50 en La Habana. Cuarenta años después la degradación había retornado, tal vez de peor manera.
Conservo otra imagen imborrable: Un día de calor extenuante en Varadero y algunos jóvenes cubanos sentados en un pequeño paredón, imposibilitados de pisar la arena porque se lo prohibía la eterna policía que vigilaba las playas.
La indigencia, la precariedad de la vida cotidiana, las necesidades evidentes de los cubanos, el miedo a hablar, y la discriminación (para hacer agradable la estadía turística), se nos mostraron insistentemente en toda su crudeza durante esa quincena, apenas reprimidas por una ostensible presencia policial.
Como en ese momento, creo también ahora que la salida de la revolución, si se produce, tendrá resultados catastróficos. También entendí cómo alguien puede jugarse la vida en el mar en una balsa incierta.
Pienso de nuevo en Susana, que disfrutaba el sol caribeño, ausente de su alrededor. Los miles que todavía adoran el credo castrista no son muy diferentes.