A fines de 2010 preparé un pequeño ensayo para una cátedra de la carrera de periodismo de la Universidad Austral. Las profesoras que lo habían pedido tuvieron la gentileza de colocarlo en un blog de la materia para "ilustración" de los alumnos. Con ganas, se puede encontrar por ahí. Pero aprovechando este espacio se me ocurrió sumarlo a estos textos de mi autoría. Como es algo extenso va en partes. Esta es la primera.
Mixterix, el rayo vengador
En mi infancia –por los ´50-, se leían dos diarios en la casa paterna de Villa Mitre, un barrio enclavado entre Flores, Paternal y Villa del Parque.
También, al menos un par de veces por semana, llegaban dos o tres revistas, dos de ellas de historietas, sobre las que me abalanzaba regularmente, compitiendo –hasta entonces- con mi única hermana menor. Recuerdo el Pato Donald y Misterix, que llegaba los viernes.
Misterix , un superhéroe que injustamente quedó sepultado en el olvido, vestía de rojo con un arma implacable que consistía en un cinturón de cuya “hebilla” emergía un rayo mortal. El cinturón tenía solamente el propósito de portar la hebilla letal, porque en realidad el atuendo de Misterix no era más que una prenda única ceñida al cuerpo que no requería ser sostenido en la cintura.
Todavía faltaban algunos años para que se popularizara la TV y aunque había noticieros radiales, los diarios eran el principal instrumento para informarse. A excepción de los momentos de los golpes militares, claro…cuando las “breaking news” provenían de Radio Colonia de Uruguay, fuera del control de los militares argentinos; sólo así podía obtenerse noticia de los últimos acontecimientos, en lo más parecido a lo que hoy llamamos el tiempo real.
De manera que a mediados del siglo pasado y con unos pocos años de edad, la visita del diarero que llegaba puerta a puerta, era una ceremonia habitual. Una vez a la mañana para el matutino Clarín y otra vez a la tarde, después de las cinco, para el vespertino La Razón sexta. Porque en casa, en efecto, mi padre aparentemente necesitaba leer los dos diarios para estar al tanto de todo lo que pasaba.
Pero además del reparto casa por casa, los diareros se establecían en las esquinas con el paquete de ejemplares sostenidos por una correa terciada al hombro, tentando a la gente con las noticias de la primera plana. En la esquina de mi casa, el antepecho de la ventana de un bar también servía de reposo transitorio a los ejemplares del diario y de a ratos al diarero. De chico me llamaba la atención el esfuerzo que hacían por mantener en equilibrio una gruesa cantidad de ejemplares que lucían exageradamente pesados, y lo eran, apoyados tan precariamente en esa correa a un lado del cuerpo. Cuando llegaba el cliente, con la mano libre retiraban el ejemplar que mágicamente entregaban doblado.
Esta escena se repetía en todos lados, de tal manera que lo usual era que los hombres –por lo general- caminaran con un diario prolijamente plegado debajo del brazo. Y que el transporte público (subtes y no sólo colectivos, sino además tranvías y trolebuses), fuera una virtual sala de lectura para los pasajeros, estuvieran sentados o viajaran de pie. Muchos años después, un periodista avezado en la profesión sentenció que una nota bien escrita era la que se podía leer “viajando de parado” y padeciendo las incomodidades que supone esa posición, el movimiento, las frenadas, los empujones de la gente que camina por el pasillo, sostenidos del pasamanos y con la rebeldía propia del diario a ser dominado por los dobleces. Que se “podía leer” significaba que estaba bien escrita y era entendible de una sola pasada de lectura.
Pero hace rato las cosas dejaron de ser de esa manera. La costumbre del matutino o el vespertino –o ambos- se fue desvaneciendo y la cantidad de lectores cayó vertiginosamente. Como lo sabe cualquier periodista es una de las principales preocupaciones de los editores de diarios. A lo largo de los últimos veinte años, para asegurar la subsistencia de los diarios los editores han desplegado la imaginación tratando de recuperar sino lectores, al menos compradores. Pero lo cierto es que las ventas siguen cayendo o a duras penas se sostienen.
Para vender algunos cientos de ejemplares adicionales los diarios más poderosos han incorporado toda suerte de potenciales atractivos, como juegos que prometen premios, muchos y algunos suculentos. A veces exhiben pudor de convertirse de procesadores de información en mercachifles e insisten con ofertas complementarias más “serias”. Venden productos culturales. Tanto pueden ser ediciones musicales, colecciones baratas de libros, enciclopedias o diccionarios por entregas u otras opciones más populares, como colecciones de recetas de cocina o herramientas para el manejo de las computadoras. Siempre hay algún recurso del marketing, una variedad para la tentación de los lectores no habituales. La insistencia en estas alternativas adicionadas a las ediciones regulares es una demostración de que dan resultado. Está comprobado que los diarios se venden más cuando incluyen alguna de esas variedades de atracción. Pero cuando terminan, o se agota la avidez del comprador por el nuevo producto, o cunde el desaliento porque nunca se gana nada en algún bingo dominguero, todo retorna al punto inicial.
Pensando todavía en que hay menos compradores porque la gente perdió el sano hábito de entregarse a la lectura cotidiana, o la compra diaria es un lujo para la mayoría de los presupuestos, es que se optó también por reforzar las ediciones de los domingos. Cualquier diario que se precie incluye una revista liviana, y suplementos donde la información no es tratada ya como noticia sino en perspectiva, con mayor extensión, lo que se confunde a veces con mayor profundidad. Los domingos se despliegan también las largas entrevistas y las opiniones de los especialistas sobre los más variados temas. El resultado parece ser que, si bien los domingos se venden más ejemplares que en el resto de la semana, a menudo esas ediciones dominicales son inabordables por su extensión, aun para los que tienen furor por la lectura.
También se ha popularizado la práctica de los diarios gratis. Ahora se reparten noticias como folletos en las estaciones, los quioscos y supermercados. En Buenos Aires, la vieja y prestigiosa La Razón que esperaba por las tardes en mi infancia, y aún mucho después, ahora se apila para que los viajeros la retiren indolentes, con el único destino de tapizar después los pisos de los transportes. Periodistas que pocos leen, apenas sus títulos, o una mirada a las fotos. No mucho más que eso. En una palabra, la muestra palmaria de un inesperado estilo de informarse.
Hay algunas explicaciones para ese proceso que ha transitado el periodismo gráfico –es un hecho que la experiencia de los diarios también alcanzo a las revistas a lo largo de los últimos treinta años-, y que todavía sigue carcomiendo sus posibilidades de subsistencia, tal cual como aún se lo conoce. (Continúa)