Me ha parecido que tanto embate contra el perfil de las sociedades actuales, acusadas de deshumanización, merecían al menos unas palabras. No es que no haya algo o bastante de cierto en la tendencia individualista que se expresa claramente en diversas comunidades, pero tengo para mí que achacarla a la competencia y por añadidura adjudicarlas al neoliberalismo, luce más ideológico que razonable. Diría que es una simplificación, puro proselitismo.
Rechazo aquí declaraciones o postulados altisonantes, porque a veces las cosas se explican mejor por el camino de la simplicidad. Mi punto de vista partirá de un interrogante:
-¿Por qué elige –usted eventual lector- una determinada panadería y no otra donde comprar el pan?
Esta sencilla pregunta luce como una estupidez, pero la respuesta da un primer indicio para desentrañar aquella cuestión mucho más amplia, de carácter social y acerca de la cual se bate el parche incesantemente en los blogs.
Veamos… ¿qué se puede responder? Para comenzar dejemos de lado la respuesta… “porque soy amigo del panadero”, que sugiere que la decisión es afectiva y no racional. Concentrémonos en las siguientes:
1) Porque el pan y las masas son más baratas
2) Porque el pan y las masas son más gustosas
¿Y entonces, que resolvemos con esto? Mucho. Porque el núcleo que asocia a las dos respuestas es una palabra: Competencia. Que para este caso puede transitar dos caminos. En 1) hay un panadero que busca vender más en base al precio y en 2) un panadero que con igual propósito eligió el argumento de la calidad.
Lo singular aquí es que al volcar nuestra preferencia por uno u otro de acuerdo a nuestra situación o predilecciones, no hacemos otra cosa que convalidar la competencia entre ambos.
¿Y por qué compiten los panaderos? Lo hacen porque quieren tener más clientes, lo que significa vender más, obtener mayores ganancias, en fin…por ambición. Más ganancias significan una mejor vida, para los panaderos y para sus eventuales empleados, o los nuevos que debería contratar si su negocio crece.
Supongamos que ambos panaderos formaran parte de un grupo social utópico donde no existiera la competencia. Sería necesario en ese caso eliminar también la ambición. Pretendamos que sólo se adormece, como dice el tango… “el músculo duerme y la ambición descansa”.
En esa situación, al carecer de incentivos, ambos panaderos dejarían de preocuparse por el precio de venta de sus productos y también por la calidad, porque no anhelan beneficio alguno. Los clientes en este caso deberían conformarse con lo que está tras los mostradores.
Pero como se trata de una sociedad utópica, a menos que estuvieran dormidos, lo que en realidad harían los panaderos es tratar de aumentar sus beneficios de alguna forma. Una sería aumentar los precios del pan, las masas y las tortas. Como en esa sociedad seguramente habría “alguien” erigido en control de tales desvíos, se los impediría. Entonces los panaderos tomarían un atajo donde no pudieran ser “observados”. En la intimidad de “la cuadra”, utilizando sus conocimientos del oficio en lugar de emplearlos para mejorar –como operaría el incentivo de la competencia- lo harían para reducir los costos y por supuesto la calidad. La conclusión: todos los compradores saldrían perdiendo.
Este sencillo esquema que puede por todos ser comprendido se extiende hacia todos los rincones de la economía y las relaciones sociales, sin duda la mayoría de las veces con matices más complejos. No es un descubrimiento nuevo: está planteado en “La Riqueza de las naciones”, de Adam Smith, escrito a fines del XVIII, obra que dio comienzo a la economía, sino como ciencia, al menos como disciplina.
El punto es que la ambición es el motor que explica muchos de los comportamientos humanos. Y la ambición necesariamente implica competencia, con uno y con los otros. Progreso personal frente a uno mismo y frente a los demás. Y dado que el empeño, las capacidades y el punto de partida son diferentes para cada individuo, necesariamente tendrán lugar desigualdades.
Y es el momento de introducir el vapuleado consumismo, fruto al fin de los resultados de esa competencia. Pero aquí no se puede pretender como muchos lo hacen, una estandarización del comportamiento. El consumo depende por completo de decisiones personales, en el mundo actual inducidas –es cierto- pero al que es posible ponerle límites individuales. El cómo es otra discusión, pero que de seguro conocen quienes lo castigan.
No está de más insistir en que el teléfono celular que portamos, la computadora que usamos en este momento, para abreviar, el confort de que disfrutamos (ausente y desconocido por las generaciones pretéritas) es fruto de un trabajoso reconocimiento de la humanidad -que llevó siglos- sobre el papel de la ambición y la competencia en el progreso.
Es curioso que hoy existan tantos y tan numerosos nostálgicos del medioevo tomista o de sistemas definitivamente fracasados, que apenas puedan reconocerse en sus propias conductas. Porque a poco que reparen honestamente en ellas verán que comparten esas cualidades irrefutables.
Imagino por dónde vendrán las críticas. Lo dicho no equivale a convalidar desigualdades, que deben resolverse, pero no con la igualación hacia abajo anulando el empuje de la creatividad y el esfuerzo humanos, como en el fondo parecen proponer muchos. Al menos es mi opinión, apenas esbozada en honor a la brevedad.
Esta nota fue una respuesta publicada en www.lacomunidad.elpais donde muchos blogeros pregonan insistentemente contra la competencia y el consumismo.