jueves, septiembre 06, 2007

Veinticinco años

Alguna vez llamé a cada uno por su nombre. De todos, casi seguro, tenía una opinión. Sabía, sin duda, con quién afinidades y con quién no. También en el que podía confiar. El que tenía códigos y el que no, aunque en aquellos años no había tal denominación para la nobleza. Notaba cualquier ausencia. En fin éramos compañeros del secundario y compinches de algunas inocentes tropelías. De escapes furtivos de la escuela a media mañana, para eludir alguna lección no estudiada o por el solo placer de una aventura –vista desde aquí- módica. Fueron cinco años intensos, que por un largo tiempo –tan raro- quedaron sepultados en la memoria. No hubo tampoco con quién rememorarlos.
Hasta el día en que recibí la llamada y el interlocutor –orientado por la guía telefónica- intentaba cerciorarse de que se estaba comunicando con la persona correcta.
-¿Vos estudiaste en el Nacional 17? Tal vez no te acuerdes de mí…

No. No me acordaba y tampoco ahora, pero creo que mentí con elegancia. Por pura cordialidad.
Estaba promoviendo un encuentro de 25 años de la graduación. Acepté concurrir y recordamos algunos episodios. Me pidió información sobre algunos compañeros que no podía localizar. Me dijo que Castrogiovani había sido asesinado en la dictadura militar del ´76 y le pregunté sobre Raúl Domínguez, ése sí mi amigo más entrañable de entonces. No quiere venir, le da vergüenza, me contestó. Cuida una playa de estacionamiento en la avenida 9 de Julio. “Lo encontré por casualidad una vez que dejé ahí mi auto”.
-Te aviso en cuanto logre reunirlos. ¿Vas a venir?
-Por supuesto, contá conmigo.

Llegó ese día. Era el salón de un club de una comunidad española. Una cena. Iba con expectativas. Saber qué había sido de la vida de los otros. Pensaba que podría reconocerlos, pero no fue así. Pasaron delante de mí una sucesión de rostros y apretones de manos con extraños. Algunos recordaban brevemente episodios para mí desconocidos. El promotor daba referencias, hacía un esfuerzo. Fulano, es mayor del Ejército, Mengano es un prestigioso cirujano odontológico. “Ya sabrás Sutano es comisario de la Federal”. Y así. Yo soy periodista, debo haber apuntado ante alguna pregunta. Era ostensible la ausencia de un guitarrista y cantor que había tocado la fama.
Y llegamos a Domínguez, que ubicado ya en la mesa, impecablemente vestido, mortalmente en silencio, observaba todo con apenas una mueca de sonrisa.
-¿Te acordás de Raúl?
-Claro cómo no. Tocayo mío.
-Sabés que es un médico neurocirujano. (¿?)
- Qué bien, atiné a responder.

Raúl no abrió la boca y así se mantuvo durante el transcurso de toda la cena. Nadie osó preguntarle sobre sus logros en los laberintos del cerebro humano. Pero la falsificación ocupó mi mente toda la noche. Como la presencia del portero de la escuela (próximo a convertirse en una ruina) que había sido odiado en la juventud por su genuino desprecio a los alumnos, pero que inexplicablemente estaba ahí, como una suerte de invitado de honor.

Nos fuimos todos con la promesa de un encuentro más frecuente. Yo sabía que estaba mintiendo. Muchos otros habrán hecho igual. No hubo otra reunión. El tiempo nos había trasmutado de amigos a extraños.
Unos meses después me crucé al mayor del Ejército en la calle. No me reconoció y tampoco intenté que lo hiciera. Y el cirujano odontológico, obras social de por medio, se sumergió en mi boca para una intervención, y tampoco vio un rostro familiar. No quise hacérselo notar. No me dieron ganas.

A veces me acuerdo del episodio, cuando otros concurren a sus propias reuniones y me extraña el contraste. Acaso, después de todo, esa larga convivencia adolescente no fue tan intensa como pareció fijarse en mi memoria. Aunque algo es seguro: soy un poco de todos ellos.
El giro humorístico es que aquel salón, en realidad, estaba repleto de extras contratados para la ocasión.