viernes, agosto 10, 2007

Bonavena




En mayo, si no interpreté mal una lectura a vuelo de pájaro entre la marea de información de las páginas web de los diarios, se cumplió un aniversario de la muerte de Ringo Bonavena en un prostíbulo de Nevada. Y también creo haber leído algo referido a su condición de ídolo. Lo de siempre, una visión exagerada por el tiempo, que tampoco es novedosa en el caso Bonavena.
Esa referencia me trajo a la memoria un episodio personal con el boxeador que me volvió a poner en perspectiva el personaje, al original, el de su tiempo y no el adornado por su ausencia y la trágica muerte.
Porque la verdad, es que Bonavena era un individuo bastante detestable, al menos para los estándares sociales dominantes en los 60, escasamente tolerantes con la falta de méritos. Fue por entonces menos cuestionable su calidad deportiva que la personal. Pero la primera no era tanta como para disculparle la segunda. Como es el caso de Maradona.
Fue boxeador, pero podría haber sido el guardaespaldas violento de un dirigente sindical, un “batata” o un barrabrava. Al igual que sus hermanos, que no adquirieron notoriedad por sí mismos, pero que compartían el comportamiento agresivo que en aquella época resultaba menos frecuente que en la actualidad. Hay que reconocerles cierta calidad de pioneros.
Bonavena y Cía. eran rechazados por eso y por el comportamiento ostentoso, que la sociología de bolsillo asocia a una repulsa por los orígenes humildes y la envidia del éxito.
Una tarde, en el bar de la esquina del barrio del nunca pasa nada -que frecuentábamos regularmente-, lo vi entrar a Bonavena. Era una imagen impensada para ese lugar y necesariamente convocaba a cierta incredulidad. Los que estábamos ahí apenas lo conocíamos de ver su imagen en las páginas deportivas de los diarios, o a veces en las transmisiones de TV de las peleas desde el Luna, en blanco y negro.
En el recuerdo me asalta la imagen de un forajido del lejano oeste entrando al “saloon”.
Su condición de peso pesado lo hacía imaginar un gigante. Sin embargo no lo era tanto en estatura, aunque sí en ancho. Era una mole maciza, trasuntaba fortaleza.
Por alguna razón quedé o estaba en su camino hacia el estaño; pero no tuve tiempo de apartarme. Con un leve movimiento una mano en el pecho casi me arrojó sobre una mesa. Detrás, otro doble ancho de mirada fiera –uno de sus hermanos- cuidaba innecesariamente sus espaldas.
No tengo registro de qué paso después, lo que sí es seguro que no hubiera sido sabia ninguna reacción. Pero ese solo gesto de desprecio de Bonavena, hacia alguien que seguramente desde los 17 años lo miraba con admiración, bastó para perfilar al individuo. La actitud de Ringo le dio significado a la prepotencia. Nunca más me reconcilié con el ídolo, pero lamenté con un gesto de nobleza la derrota frente a Cassius Clay que marcó el fin de su carrera. Porque debo admitir que no se fijaba en tamaños a la hora der malo.
Bonavena murió haciéndole honor a un viejo adagio: “Los guapos se terminaron cuando se inventó la pólvora”.
Claro que hay otra visión: la del ser entrañable, querible, que quedó en el corazón de los argentinos.