Lo soltó y hubo un silencio espeso. Las miradas se cruzaron, incrédulas. Por unos momentos nadie atinó un comentario. Esperé unos segundos prudenciales mientras elegía la mejor reacción. También porque era uno de los invitados y temí ser demasiado duro. Pero la brutalidad de la reflexión del anciano con cara anodina y antiguo amigo de los anfitriones no admitía demoras.
Sería una práctica propia de los nazis –dije- y confusamente –admito- agregué que sería retornar a la época medieval. No obstante el rechazo quedó claro.
La decena de presentes en ese mediodía de Navidad titubeó. Al fin algunos asintieron con un gesto, otros coincidieron en que era una idea cuestionable y el silencio del resto me hizo suponer que en el fondo pensaban que después de todo no estaba tan mal. Un joven de unos treinta años que hasta ese momento había permanecido marginado de toda la reunión, se ubicó en el segundo grupo. Pareció animarse a muchos años de callarse opiniones y me apoyó decididamente. Era uno de los hijos del dueño de casa, un hombre opulento e inflexible, de opiniones terminantes, para quien lo distinto –casi siempre- era despreciable. Estaba frente a mí y se notaba la crispación en su rostro. Al fin, con una indignación contenida dijo que las prácticas de los nazis sobre los prisioneros judíos habían logrado muchos avances y mencionó un tratamiento que ya no recuerdo, pero que tenía que ver con su especialidad médica. Respondí apenas que la ciencia había logrado casi todos sus avances sin caer en prácticas aberrantes y demolí el comentario.
Todos creyeron que era tiempo de finalizar la discusión que apenas empezaba pero amenazaba convertirse en una agria disputa También yo. Y como sucede entre gente educada al siguiente minuto todos departían amablemente sobre alguna cuestión intrascendente.
De manera distraída observé al anciano, que no volvió a emitir sonido. Pensaba realmente así o se trataba de una provocación, me pregunté. Sabía poco y nada de él: que no había trabajado en toda su vida y subsistía de manera holgada de las rentas que le proporcionaba la fortuna familiar en una provincia del norte, hacia donde huía durante los seis meses de más frío en Bariloche. Aquí pasaba los restantes meses del año, fugado del agobiante calor veraniego de aquella latitud.
Durante la reunión intenté descubrir si traslucía alguna pena por la ausencia reciente de su mujer, que definitivamente había perdido la cordura y reposaba en una cama del hospital zonal en el área de psiquiatría, sujetada por el chaleco químico. Sabía también que estrenaba una costosa camioneta cero kilómetro, que un rato antes admiré estacionada en el camino interno de la casa, bordeado de flores. Nada llevaba a suponer que estuviera atravesando una situación de pena por la ausencia de la esposa. Pensé que el hombre era un desalmado y que tal vez incluso estuviera dispuesto a que le aplicaran a la desvariada lo que preconizaba para los presos.
Su idea consistía en darle una utilidad a los pobladores de las cárceles. El tema de conversación había sido la creciente inseguridad en el país, matizado con los cada vez más frecuentes ejemplos cercanos y opinaba que los presos debían ser convertidos en reservorio de órganos para trasplantes. Proveedores de partes hasta que ya no pudieran sobrevivir. Así servirían para algo, dijo sin rubor. No había ironía en sus palabras. Apenas simple y llana brutalidad. Quedó al desnudo que tal vez, por lo menos, también él merecía estar atado a una cama, junto a su mujer.
Pasaron unos pocos años de aquella reunión, hasta que la lectura de una entrevista a Kazuo Ishiguro (*) lo volvió a mi memoria. Ishiguro es un notable escritor nipo-británico autor, entre otras obras, de Lo que resta del día, una novela que fue llevada al cine con la actuación de Anthony Hopkins y Emma Thompson. Me enteré ahí que su último libro publicado en 2005 (Nunca me abandones) planteaba una idea tan alarmante como aquella del mediodía navideño: un colegio de jóvenes “impecablemente” educados, con la particularidad de ser clones criados “para brindar partes de repuestos para los humanos que las necesiten”.
He visto algunas críticas del libro que despliegan elogios, pero las explicaciones literarias y sociológicas de Ishiguro sobre la trama de la novela no me conformaron.
Mi falta de atención a sus argumentos tal vez se debió a que quedé fijado en la idea de que en algún lugar, el anciano y el escritor, a pesar de sus biografías tan diferentes, compartían un mismo espacio de inhumanidad. Quién sabe, acaso el escritor albergue la misma inconfesable pretensión para los presos y en su novela la clonación sea apenas la excusa de una creatividad más elaborada. Ahora me invade el desconcierto. No sé si enaltecer la condición del anciano ocioso o desmerecer la del escritor reconocido.
Lo que alarma es que tal desvarío está rodando y quién sabe en alguna lejana latitud –tan distante como las de estos dos protagonistas- alguien esté dispuesto a llevarlo a cabo.
Enero 2007
(*) English breakfast – Juana Libedinsky