A Selma parecía atraerle todo lo germánico. Qué otra explicación para la pareja que había elegido y que un día apareció tan campante por el barrio. Hans llamaba la atención por el inocultable contraste con la “morochez” circundante y porque no obstante cuarentón, vestía irremediables pantalones cortos y zoquetes, a menudo de distintos colores. Frecuentemente también lo acompañaba una raqueta de tenis. No conversaba con los vecinos, probablemente distanciado por la diferencia idiomática y sus movimientos visibles en la calle aparentaban una rutina ociosa.
La relación de Selma con Hans era un enigma para mi madre. Había sin duda un contraste, porque ella era una linda y agradable mujer – a mi se me antojaba letrada-, que había entablado con nosotros alguna relación circunstancial. Así supe que Selma era traductora de alemán y trabajaba, creo, en Siemens.
“Selma se va de viaje a Alemania por un mes y me pidió que le cuide al loro”, me dijo mi madre. Algunos días después la acompañé por primera vez a atender al animalito, de cuya existencia sabíamos por los gritos característicos que escuchábamos desde la calle. “Acompañame, no quiero entrar sola a la casa”, confesó.
Cruzamos Boyacá y entramos. La sorpresa superó la curiosidad de ingresar en la intimidad de alguien a quien apenas conocíamos. En un espacio considerable, que originalmente habría sido un patio y luego quedó cubierto por alguna reforma, se apilaban prolijamente cientos o tal vez miles de ejemplares de diarios. Algo después observé que estaban acumulados correlativamente, pero sin ninguna indicación que pudiera hacer presumir un archivo. ¿Cómo localizar el ejemplar de alguna fecha determinada?. Eran simples pilas de La Nación y el Argentinisches Tageblatt, que invitaban a no ser molestados.
Como las cientos también, de cucarachas que huían en todas direcciones ante nuestra irrupción.
Por unos momentos quedamos alelados del disgusto que producía esa visión. Y entonces se abrió entre nosotros la infinidad de interrogantes y dudosas explicaciones.
La primera puerta que encontramos nos colocó en una espaciosa cocina donde la imagen anterior se repetía. Otras cucarachas rondaban las paredes y el piso mugroso. No deseaban la compañía de intrusos y de a poco desaparecieron por los rincones insondables. Y ahí estaba Perico, el perico. Gritó apenas nos vio, oscilando su cuerpo sobre los alambres de la jaula. Festejó la llegada saliendo de su celda; la rodeó con posiciones inverosímiles y exhibió lo que pareció todo su repertorio de expresiones de alegría. Amigable, después trepó al índice puesto en gancho. Su hábitat estaba a salvo de las indeseables.
Sobre la mesa reposaban platos de la última cena de los moradores, con restos de comida y en la pileta una pila de vajilla sucia servía de retozo a las cucarachas.
Con reparo intentamos husmear el resto de la casa, que mostró que a pesar de su apariencia cuidada Selma era poco apegada a las tareas hogareñas. El desorden y la suciedad de meses limitó nuestro recorrido cotidiano a la cocina.
Perico se hizo querer pero no estábamos dispuestos a entablar ninguna relación de tolerancia con los insectos. Pusimos en orden la cocina y una eficiente campaña de exterminio que en poco tiempo nos obligó a recoger inmensas cantidades de cucarachas.
Con el paso de los días me habitué a las demostraciones de Perico que no dejaba de sorprenderme y hasta replicó algunas palabras nuevas en su ronco lenguaje. Me ocupé de su cuidado y hasta aumenté la frecuencia de las visitas, más allá de las necesarias para alimentarlo. Hasta que un día volvió Selma, agradecida por el encargo con un regalo para mi madre.
Pasó el tiempo y esperábamos alguna reacción. Pero no la hubo. Al fin pensamos que se había enojado por la matanza de cucarachas. En definitiva lo único que nos había pedido era que cuidáramos al loro.