miércoles, agosto 15, 2007
Las fuerzas ocultas de los libros
Uno de los latiguillos de estos tiempos es que la gente no lee como antes. En cantidad, se entiende. Pero si se trata de libros, pareciera no ser así. El escritor Marcelo Birmajer me decía hace poco que el fulgurante éxito de la saga de Harry Potter tira por el suelo aquella suposición. Agreguemos que el próspero negocio editorial en estos tiempos también. Y que las librerías están por estos días entre los comercios más activos.
Como lector ávido de los más variados soportes de la escritura, declaro aquí que los libros, según lo veo, expulsan a los lectores. No los autores, no los contenidos. Los libros, como estructura, como elementos con hojas y tapas, llenos de letras.
Por alguna razón que no alcanzo a entender por completo, las encuadernaciones actuales son rebeldes a la manipulación. Al menor descuido del lector, los libros se cierran como si estuvieran dotados de resortes. Por momentos ni siquiera forzando la apertura se logra vencer la resistencia. A veces es tal que son difíciles de sostener con una sola mano, como debiera ser. Los extremos se buscan de manera inevitable.
Esa característica de los libros que se editan ahora genera innumerables complicaciones. Por lo pronto distraen de la lectura, porque el lector en lugar de concentrarse en la comprensión o abandonarse al disfrute de los textos, debe lidiar con la física de la encuadernación.
Qué decir si se aspira a colocar el libro a un costado del desayuno (puede ser también la merienda). La lectura será imposible. El libro insistirá en mantenerse cerrado. Reconozco aquí la impostura de haber calificado como “libro de mierda” a excelentes obras de impecables autores.
Tampoco será posible colocar un libro a un lado en la mesa de trabajo, mientras se intenta copiar una cita o una referencia. Imposible. Las fuerzas ocultas en el libro lo impedirán. Será necesario sostenerlo con la mano inhábil, mientras la otra realiza la tarea; que es mucho más complicada cuando se debe teclear frente a una PC.
Hay que disponer en esos casos de algún recurso. Por mi parte empleo un sostenedor de hojas con resorte, de buen tamaño, que coloco en la parte superior del libro, de manera que toma ambos lados, el par y el impar. Pero ha sucedido que aquellas fuerzas suelen ser tan poderosas que vencen la sujeción y disparan el sostenedor, convirtiendo a la lectura en una práctica peligrosa. El libro vuelve a cerrarse.
A pesar de estas comprobaciones empíricas, abordé el trabajo de revisar en la biblioteca si las viejas ediciones ofrecían también tales escollos a la lectura. Y hallé que las de tapa dura resultaron más dóciles, amigables.
Pero esa clase de encuadernación parece en desuso, probablemente por cuestiones de costos.
Los libros inspiran respeto por sí mismos, al contrario de los textos de los diarios o de la red. Trasuntan cierta cualidad solemne, que hace que quienes amamos la lectura queramos conservarlos. Por esas cosas, es que descubro vestigios de culpa cada vez que la emprendo a los golpes con el lado interior del lomo, en el intento por abatir los bríos de las hojas por mantenerse unidas, lejos de mi curiosidad.